Este domingo, el Evangelio nos presenta la parábola del hijo pródigo, una de las páginas más conmovedoras y profundas de la Sagrada Escritura. Sería muy provechoso releer este relato a lo largo de la semana para acercarnos al corazón de Dios y profundizar en su conocimiento. Tres personajes protagonizan esta historia: el hijo menor, el hijo mayor y el padre.
El hijo menor reclama la parte de la herencia que le corresponde, buscando una independencia absoluta de su padre. La vida en casa, con sus obligaciones y normas, le resulta opresiva. A pesar del amor que lo rodea, es incapaz de percibirlo. Seguro de sí mismo y seducido por la promesa de libertad, se marcha a tierras lejanas. Sin embargo, su vida de derroche termina en degradación, hasta el punto de acabar cuidando cerdos, un animal considerado impuro en aquel contexto. Ni siquiera puede saciar su hambre con las bellotas que comen los cerdos. Es en medio de la humillación y la soledad cuando el hijo menor recuerda su hogar. Reflexiona y reconoce que su vida no tiene sentido. Sin orgullo que le impida aceptar la realidad, se da cuenta de que los jornaleros de su padre viven mejor. A pesar de su caída, mantiene la conciencia de hijo y confía en el perdón de su padre. Su plan es regresar y pedir ser aceptado al menos como jornalero. Con esta esperanza, emprende el camino de vuelta.
El hijo mayor, por su parte, siempre ha permanecido en la casa del padre. Ha cumplido con sus obligaciones y no ha transgredido ningún mandamiento. Sin embargo, cuando su hermano regresa y su padre organiza una fiesta para celebrar su retorno, se enfada. No comprende la misericordia de su padre y murmura contra su generosidad. En este personaje se refleja el corazón de aquellos que, considerándose justos, se sienten ofendidos cuando Dios acoge a los pecadores. Vive en la casa del padre, pero no desde el amor, sino desde la obligación. Su relación con el padre es más la de un empleado que la de un hijo. La envidia y el resentimiento nublan su corazón.
El padre, por otro lado, es el verdadero protagonista de esta historia de amor y misericordia. No impide que el hijo menor se marche, a pesar del dolor que esto le causa. Respeta su libertad y espera pacientemente su retorno. Confiaba en que esa vida de desenfreno no era verdadera vida y que, tarde o temprano, su hijo volvería. Cuando finalmente lo ve regresar, se conmueve profundamente. Sin esperar explicaciones ni condiciones, lo abraza y lo recibe como hijo. Su alegría es tan grande que organiza una fiesta para celebrar su regreso. La nueva túnica lo constituye en huésped de honor, las sandalias representan su libertad recuperada y el anillo simboliza su dignidad de hijo. Es una celebración de perdón y reconciliación. Esta parábola revela a Dios como un padre coherente con su paternidad: perdona, acoge y se alegra del retorno de sus hijos. Respeta nuestra libertad y siempre está dispuesto a perdonarnos y a celebrar nuestro regreso. Esta es la manera en que Dios nos ama.
Nosotros, cuando nos alejamos de Dios y perdemos la conciencia de nuestra filiación, también actuamos como hijos pródigos. Sin su guía y su amor, nos degradamos y deshumanizamos. Alejarnos de la casa paterna representa negar nuestra pertenencia a Dios, que es nuestro único fundamento. Sin embargo, con más frecuencia nos comportamos como el hermano mayor, deseando más dureza para quienes se alejaron y luego regresan. No acabamos de comprender la misericordia de Dios ni de experimentar la plenitud de la vida en su casa, y a menudo vivimos sin la alegría que debería caracterizar a los verdaderos hijos. Imaginemos la figura de un tercer hijo, que comparte los sentimientos del padre, que habría salido en busca de su hermano para ayudarlo a volver a casa y, al regresar, habría celebrado con alegría la reconciliación familiar. Este hijo es Cristo, que con su sacrificio redentor nos reconcilia con el Padre.
+ José Ángel Saiz Meneses
Arzobispo de Sevilla